León y león – un cuento de Ignacio Agüero

El querido colega Ignacio Agüero ha escrito un lindo cuento mencionando „El tiempo pasa como un león rugiendo“. Lo publicamos aqui con su generoso permiso.

León y el león

Ignacio Agüero

– Yo antes rugía – , me dijo, sin mirarme, pues estaba concentrado mirando los mecanismos de mi reloj, mecanismos hasta por ahí no más puesto que era un reloj a pila, no a cuerda como son los que verdaderamente tienen mecanismos. Sin mayor análisis diagnosticó, para sí mismo pues a mi no me dijo nada, que el problema era la pila. Dejó el reloj sobre la superficie del mueble que tenía frente a sí, una pequeña estructura de madera con superficies en dos niveles, y estiró la mano cuanto pudo para alcanzar una cajita de cartón que estaba junto a muchas otras cajitas iguales en una especie de repisas en miniatura, con compartimentos, para las decenas de pequeñas cajas de cartón que tenía al frente, casi todas al alcance de la mano, alcance que se lograba con esfuerzo de estiramiento aunque sin levantarse del taburete en que estaba sentado. Era la caja de las pilas.

Eso que me dijo era lo primero después de un largo silencio en que destinó bastante tiempo a mirar mi reloj como si no entendiera porqué lo tenía en sus manos. De pronto rompió la total inmovilidad de su cuerpo cuando decidió que lo que tenía que hacer era abrirlo para lo cual dudó qué herramienta usar hasta que optó por un pequeño cuchillo común y corriente de entre otras herramientas más sofisticadas. Lo abrió y miró por largo rato su interior. Dentro de ese tiempo fue que ambos escuchamos nítidamente el rugido de un león. Lo oímos desde este enjambre de locales comerciales de peluquerías, reparadoras de calzado, salones de belleza, ventas de libros usados, librerías mal abastecidas, entre los que estaba su relojería, en el interior de un patio de un edificio de la avenida Providencia. Era el león del zoológico, distante no más de un kilómetro, en las faldas del cerro San Cristóbal, un día sábado de febrero, en la mañana, casi toda la ciudad en vacaciones, casi todos los locales comerciales cerrados. Por eso es que pudimos oírlo, un rugido que no oía desde mi infancia en la casa en que vivía, también en Providencia, cuando habían muy pocos autos y muy poco ruido de ciudad. ¿Será el mismo león?-pensé. ¿Cuántos años vive un león?

No le contesté, pensando en las sincronías que a veces se producen en la vida, pues la noche anterior había visto una película que se llama El tiempo pasa como el rugido de un león, título que el director copió de una frase de su abuela, que pensándolo bien, ahora, podría tener el mismo sentido que el relojero da a su rugido añorado. O, pensándolo mejor, la frase de la abuela de la película era mucho más de relojero que la del propio relojero pues es una metáfora del tic-tac, a su vez metáfora del mismísimo tiempo, materia de trabajo del oficio de relojero y también del mío.

Y si lo dijo era para que yo fuera aceptando desde ya que el tiempo que pasaría antes de que volviera a tener el reloj en mi muñeca era mucho mayor que el tiempo que pasaría si él aún rugiera.

Escogió la pila adecuada después de mirar varias con detención y luego abrió el envoltorio con una tijera que le costó conseguir con un estiramiento superior que esta vez sí lo obligó a levantarse un poco del taburete al punto en que su respiración se agitó y tuvo que volver a apoyar sus nalgas mientras tosía como un león que va a morir. Ahora venía la faena de sacar la pila de la hendidura en que se guardaba y ponerla en la hendidura del reloj. Era todo muy pequeño para el tamaño de sus manos. ¿ Cuánto tiempo tomaría todo esto ?

Cuando me di cuenta que le importaba que yo estuviera observando cada movimiento suyo abandoné el mesón en el que me apoyaba y me senté en la única silla que había en el reducido espacio entre el mesón y la puerta de entrada. Ya no podía verlo pero me quedé con su imagen : su melena, sus cejas frondosas, sus manos peludas, los pelos que salían de su gruesa nariz, su respiración de bestia. Cerré los ojos. La sombra de una silla de andarivel con la sombra de quien va sentado en ella filmando avanza por las laderas de la montaña de un campo de ski fuera de temporada, acercándose y alejándose, deformándose y volviendo a su forma según la mayor o menor cercanía y según las irregularidades de la superficie de la ladera. Aunque cada cierto tiempo el eje que sostiene la silla pasa por los engranajes de las ruedas que la hacen avanzar produciendo un ruido como el tic tac de un gran reloj de cordillera, el tiempo está detenido porque a pesar de que la silla avanza no va hacia ninguna parte ni viene de ninguna otra eliminando toda expectativa y suspenso de modo que la flecha del tiempo comienza a girar en redondo.

Concentrado en el avance silencioso de esa sombra, último plano de la película que había visto anoche y que usaría en mi conferencia del lunes, ya fuera del tiempo, me despierta un tic que me hace suponer que el relojero acaba de cerrar la contratapa del reloj. Me levanto y veo al relojero mirando a través de ese lente lupa que sostiene en su ojo derecho con los músculos contraídos de su cara las manecillas de mi reloj esperando que la manecilla larga dé el salto que lo hace pasar de un minuto al siguiente y que comprueba que el reloj ha vuelto, como yo, a entrar en el tiempo. Pero con sorpresa veo que el reloj está desnudo.

– ¿Y las correas? – le pregunto.

– Están muy viejas, hay que cambiarlas.

– Ya no rugen – le digo y me arrepiento al instante.

El relojero se da vuelta para mirarme. Sostengo su mirada sintiendo que me achico. Con mucho esfuerzo se levanta y viene hacia mi, hacia el mesón, con su respiración muy agitada con el reloj y una tijera en la mano. En vez de cualquier escena que imaginé, se agacha y de los estantes del mesón saca una caja con correas para que elija. Elijo y alcanzo a ver la hora en mi reloj. Ha transcurrido una hora y media. Vuelve, con gran esfuerzo, a su taburete distante más un metro del mesón, y se sienta. Mientras descansa intentando apaciguar su respiración, mira el reloj que sostiene en una mano y la correa en la otra, como si estuviera ante una decisión determinante respecto del futuro del tiempo, e inicia la faena de la colocación de correas.

– ¿A qué hora cierra?- le pregunto.

– A las dos. Pero no puedo dejarlo sin correas.

Me quiero ir pero decido quedarme. Esperaré a que termine su trabajo. Lo veo buscar la herramienta que usará para sacar el pasador y ponerlo en la correa. Antes de que decida cuál vuelvo a la silla y saco de la mochila El gran Meaulnes. Agustín recién ha salido de la casa en que ha preguntado dónde está el lugar que busca. La oscuridad es total y no logra encontrar su caballo para seguir su camino que tampoco encuentra. Camina a tientas escuchando lo que pisa, ramas secas, agua. Comienza a llover. Un alacrán cruza el piso de mi dormitorio, se detiene en el medio y como si fuera un caballo levanta sus patas con fuerza hacia el cielo y puja una, dos, tres veces hasta que da a luz a una araña de rincón ya bastante grande que me mira y de inmediato capta que la quiero matar. Arranca muy rápido, la sigo pero no tengo con qué matarla, se pone en la esquina de tal modo que mi zapato no logra aplastarla. Ya voy manejando un oldsmobile del año 52 por un camino de tierra fangoso que va junto a un río de aluvión que corre en sentido contrario. El auto resbala hacia la corriente pero logro controlarlo. No voy asustado, voy con tres personas más, al lado una mujer joven pero no sé quiénes son. Hablan entre ellos como si yo no existiera pero no me importa porque sé que estoy soñando y en todos los sueños me pasa lo mismo entonces sigo manejando y resbalando el inmenso auto que me gusta manejar. Lo hago con gran destreza pero los otros ni se fijan en eso, no se dan cuenta de que les estoy salvando la vida a cada instante. De pronto se cruza por delante un cocodrilo y escucho un fuerte rugido de león. Me doy cuenta que estoy en la relojería, recuerdo rápidamente lo que está sucediendo ahí, me levanto de la silla, me apoyo en el mesón y veo que el relojero tiene la frente apoyada en su mesa de trabajo y sus brazos cuelgan verticales casi tocando el suelo mientras sus ronquidos hacen vibrar todos los vidrios de los estantes del mesón. En su mesa, junto a su rostro enorme, descansa mi pequeño reloj aún desnudo cumpliendo con su misión de dar la hora. Las dos y veintiséis minutos alcanzo a ver.

– me tengo que ir ! – le grito. – Son las dos y media.

El relojero se despierta e invierte un poco de tiempo en saber quién es, dónde está, quién soy yo.

– León Valdebenito – me dice, confundido. – Para atenderlo.

Le pago y me llevo el reloj desnudo. Al menos ha vuelto a dar la hora. Le digo que volveré el lunes sin saber porqué le miento pues ese día estaré muy lejos. Me voy al mall más cercano ( en Santiago siempre hay un mall cercano ) a comprar Valaplex para mi corazón que no ruge, late, y pienso que todos somos un reloj, que todo el tiempo estamos midiendo el tiempo, que en alguna parte de nuestro mecanismo está la cuenta de cuántos latidos  llevamos y cuántos nos quedan y que el Valaplex es la pila de mi corazón y en el mesón de informaciones pregunto por la farmacia y se me ocurre preguntar además por un relojero. La señorita me sorprende al decirme que en el piso de más abajo al lado del Duck´s Hamburger Corner. En 30 segundos el relojero de bata blanca me entrega el reloj vestido.

Estoy en la conferencia, veo los ojos de los asistentes que llenan una pequeña sala de cine observar en la gran pantalla tras de mi el plano del andarivel y quiero creer que estamos todos suspendidos en el tiempo cuando me contradice el fuerte rugido de un león que todos escuchamos y que proviene de la sala contigua. Es el león de la Metro Goldwyn Meyer en una película de Howard Hughes según vi al entrar.

Miro mi reloj. Son las once y media, la misma hora en que rugió el león del zoológico en Santiago. Pienso en León Valdebenito, que ya no ruge, y lo que me dijo cuando le pagaba, pidiendo comprensión.

–  es que no quiero dejar de trabajar.

Cuando el operador enciende las luces de la sala están ahí todos  los asistentes mirándome. Veo el brillo de los ojos de cada uno como estrellas de una constelación, apuntándome como si supieran algo que yo no sé, entonces tengo la total certeza de que León ha muerto y hago un minuto personal de silencio en homenaje a quien trabajó toda su vida para que el tiempo estuviera bajo control y pienso que hemos sido colegas sin saberlo en el afán de ordenar al tiempo aunque yo esté diciendo en ese mismo momento que el cine acontece cuando logra hacer que los relojes se detengan, y piense por primera vez que toda la existencia en la tierra corresponde a un solo tic tac del gran tiempo del universo al que ha entrado recién, rugiendo, León.

México, 5 de marzo 2017